domingo, 6 de mayo de 2012

DESDE LA ALHAMBRA HAMBRIENTA


Emprendí hacia Granada en busca de un gran tesoro. O al menos el simbolismo de uno. Contenido en el libro conocido de Washington Irving. Y no me refiero a la Leyenda de Sleepy Hollow.  Más bien la historia "El Soldado Encantado" en sus Cuentos de la Alhambra. 

Relata la vida de un Estudiante salamantino que visita las tierras granadinas. Un músico que tocaba en plazas a cambio de comida, posada y unas monedas. Una de esas veces, se encontró con un Cura y una Doncella. También le admitieron pese a no llamar la atención ni de uno ni del otro. Durante las fiestas de San Juan en Granada, el Estudiante se sentó cerca del Puente del Darro viendo a la gente disfrutar de las festividades. Discrepó una figura anacrónica entre la multitud. Un Soldado con armadura medieval. Se acercó a él y entabló una conversación. Pero quizá lo que más impactaba al Estudiante, era que dicho Soldado llevaba vivo durante siglos. Sirvió en la guardia real de Isabel y Fernando. Cuando los cristianos tomaron la Alhambra, el Soldado se encontró con un Alfaquí o sabio árabe quien le pidió esconder los tesoros de Boabdil. Lo que no se esperaba es que el Alfaquí era también un nigromante africano quien pronto lo encantaba para vigilar el tesoro para siempre.

El Soldado llevó al Estudiante al pie de una torre de ruinas entre la Alhambra y el Generalife. En el camino, el Estudiante se percataba que era el único que podía verle. Le explicó el Soldado que se debía al anillo de Salomón que llevaba en su dedo; una joya que el joven había encontrado en la cruz de piedra de San Cipriano en Salamanca. El Soldado confirmó su historia golpeando la pared de la torre para desvelar un pasadizo secreto donde los tesoros reposaban. Indicó que sólo podía salir durante las fiestas de San Juan cada cien años. El encantamiento sólo podía romperse del todo con el auxilio de un sacerdote cristiano y una doncella de gran virtud. El primero debía exorcizar los poderes de las tinieblas habiendo ayunado por un día entero previamente. La doncella debía ser pura y tocar el arcón con el sello del anillo de Salomón. Sólo tenía tres días para organizarlo todo. Y hasta la media noche del tercer día para romper el hechizo. Pasado este tiempo, el Soldado tenía que guardar vigila otro siglo. Agregó que, en caso de cooperar, una mitad del tesoro sería suyo y de los participantes. El joven le dijo que se despreocupara ya que incluso tenía los candidatos que le solicitaba.

El Estudiante se dirigió a la mansión del Cura. Pese al descaro con el que se adentraba en su hogar, al Cura le pareció convincente la historia. Tanto salvar al Soldado Encantado y su fe cristiana como rescatar el tesoro del Rey Chico Boabdil, último monarca de Granada. ¡Cuántas iglesias podría construir con ese tesoro y ayudar a los necesitados! La Doncella tampoco presentó reparo alguno. Y la compasión del Estudiante por el Soldado empezaba a despertar su interés por el muchacho. El único problema era el tema de ayunar. Dos veces lo intentó el Cura. Pero sus apetitos mundanos lo superaron en ambas ocasiones. El tercer día, empero, optó por la fe y perduró el día entero. Anticipó a preparar una cesta de alimentos para comer una vez realizado el exorcismo. Y se dirigió con el Estudiante y la Doncella a la torre encantada. El Estudiante tocó las paredes con el anillo de Salomón y abrió las paredes. Se encontraron con el Soldado y empezaron el ritual. El Cura santiguó la Bóveda y la Doncella tocó el arcón desvelando el majestuoso tesoro. El Soldado ofreció llevar el cofre en agradecimiento. Los tres elegidos salieron fuera. Lugar donde el Cura aprovechó para acabar con la hambruna que le hostigaba. Mas pronto, las paredes de la Torre se cerraron. El Cura se había anticipado unos minutos. Y el Soldado se lamentaba desde dentro sabiendo que debía esperar otro siglo. Puesto que incluso la Doncella se había dejado el anillo de Salomón dentro. Por fortuna, el Estudiante había metido parte del tesoro en sus bolsillos. Suficiente para tirar hacia adelante. El Cura sintió tanto remordimiento, que le ofreció la mano de la Doncella. Se casaron poco después y llevaron una vida próspera. Que, en el fondo, era el mejor tesoro de todos.

Yo buscaba algo similar. Y me vi absorbido por la misma historia en mi visita a la Alhambra. Pero no pensaba encontrarme al propio autor. Y llevaba muerto 150 años.


Llego a Granada y me hospedo en el Hostal Atenas por fetichismo. Aprovecho para instalarme y dar una vuelta por la ciudad híbrida del Cristianismo y el Islam. Un bar llamado el Minotauro es mi primera parada. También por fetichismo. En aquel momento no busco simbolismos. La gula se retuerce en mis entrañas pidiéndome comida y alcohol a un precio asequible. Y no hay mejor lugar que Granada para esta trinidad. Saltaba de bar en bar. Tapas y cañas por doquier. No como Madrid donde solo dan aceitunas y patatas. Una caña daba para una tapa decente. Una ración para cualquier madrileño. Con tres o cuatro, ya había comido como un Rey Cristiano. Con seis o siete, ya había comido como un Emperador Romano. Con nueve o diez, era hora de volver a la cama. No veo nada que merezca la pena. Ni creo que lo recuerde. Pero había planeado mis vacaciones para residir tres días. Suficiente para rescatar al Soldado Encantado.

Me levanto el segundo día. No tengo resaca. Y es raro. Aunque se justifica por toda la comida que iba de la mano con mi crapulencia. Me dirijo a la Alhambra directamente. Me detengo en la Cuesta de Gomérez donde llama mi atención uno de los numerosos puestos árabes de los alrededores. Concretamente una cesta llena de anillos a dos euros cada uno. No tienen nada de especial. Y el precio lo supone. Pero necesito un anillo para encontrar al Soldado. Y sólo espero que un anillo árabe barato funcione igual de bien que un anillo de Salomón de calidad. Con mi suerte, me encontraré al Vigilante del Taco Bell y me ofrecerá un descuento en burritos a cambio de conseguirle el despido improcedente. Es mejor que nada. Me pongo el anillo y cruzo los dedos.

Mientras subo por la Cuesta de Gomérez, ya empiezo a entrar en terreno místico. Sobre todo por las alamedas que brotan cruzando La Puerta de las Granadas.  La Puerta de la Justicia y el Pilar de Carlos V le dan un condimento extra más adelante. Aunque me intriga más lo que encuentro subiendo el Paseo del Generalife. Mi primer simbolismo: El Hotel Washington Irving.  El autor de la historia que estoy cubriendo. Y el sitio dedicado a su nombre está cerrado. Pero no es eso lo que me parece curioso. Puedo ver el interior a través del cristal. Todo es viejo. Antiguo incluso. Ni siquiera cerrado por una obra. Más bien, abandonado. Sillas cubiertas por sábanas. Telarañas por los techos. Polvo encima de las encimeras. Alfombras podridas. Candelabros a punto de caerse. Igual que un hotel… un hotel fantasma.  No hay un alma contemplando la escena salvo yo. ¿Estará funcionando mi anillo?

La entrada a la Alhambra y el Generalife está al otro lado de la acera. Hago la cola y compro la entrada. Dentro de las murallas, me siento en otro mundo. Como haber accedido a otra dimensión. Otro planeta. Mágico y fabuloso. Ya no me siento en Granada. Ni en la realidad. Admito no haberme documentado mucho para esta anacrónica. Con lo cual decido alquilar una audio-guía para saber la historia detrás de todo. ¿Y quién es la voz que escucho desde que la enciendo? ¡La del propio Washington Irving! Una dramatización para los periodistas. El fantasma de un escritor para los anacronistas. Mi guía. Cuan Virgilio para Dante. Aprovecho para cambiar el idioma a inglés para darle un poco más de credibilidad. Me alegra que las apariciones modernas funcionen como un reproductor DVD.   


El fantasma de Washington Irving me lleva a través del Paseo de los Cipreses y su encanto nazarí. Llego a la Calle Real de la Medina y camino hasta la Puerta del Vino. La entrada a la Medina con el Palacio de Carlos V a la derecha. En honor a la victoria del Cristianismo sobre Islam, según el espectro Irving. Opto por seguir a lo segundo ya que me entero que no hay vino en lo primero. Lo que más me llama la atención es el amplio patrio circular del interior. Cruzo la Plaza de los Aljibes de camino a la Alcazaba. Era ésta última como el esqueleto de una ruina perfecta. El espíritu sigue explicándome todo y pasa de mi comentario. De hecho ignora mis preguntas todo el tiempo. Por lo visto los muertos desean ser escuchados más que los vivos. Me reconforta que al menos no hay un Facebook del más allá.

Accedo al Palacio de los Nazaríes a través del Mexuar. Una mezcla de sala de oraciones y corte de ministros. Pero me gusta más el Cuarto Dorado y sus techos áureos. Me quedo sin palabras en el Patio de Arrayanes. Me resulta curiosa la alberca del centro y cómo refleja toda la estructura. Ese truco de interiores para dar la ilusión de espacio con espejos. Por lo visto, no es nada nuevo. Conozco la Torre de Comares, el Patio de los Leones y la Sala de las Dos Hermanas. Todo impresionante. Pero me desespero ya. Le grito a mi guía una y otra vez, “¡El Soldado Encantado!” Y es su lápida quien me contesta. Una placa en su honor en el apartado de habitaciones de Carlos V. El espíritu del escritor me indica poco después que cuando vivía residió en la Alhambra en la Sala de las Frutas. Me empiezo a cansar de mi guía. No me deja hablar nunca. Ni me da las respuestas que busco. Acelero mi marcha turística pasando por el Partal, los Jardines del Generalife y el Patio de Acequia. Sé que queda poco y no me libraré del fantasma hasta que acabe el recorrido. Subo las Escaleras de Agua y llego al Jardín y Mirador Romántico. Una de las mejores vistas de Granada. Pero el espectro Irving se venga de mi sanidad mental invitando a dos fantasmas más. Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez. Uno por ser granadino y el otro por su obra “Olvidos de Granada”. Por mí que sean Jimmy Hendrix y Kurt Cobain. No me dejan hablar tampoco. Incluso cambiando el idioma. Por credibilidad, reitero. Decido irme. Al menos ya sé adónde se fue el vino de la puerta. Eso explicaría los monólogos. ¡Y en cuanto salga, me volveré monologuista yo también!  

De vuelta en el hostal, un poco relajado por tapas y soliloquios, reflexiono sobre mi próxima misión. La Alhambra por la noche. Espero encontrar la respuesta. Aunque no quiero encontrarme con esos fantasmas cansinos. Tomo la misma ruta. Y todo es distinto. Es increíble lo que cambia un entorno por el día y por la noche. De repente estoy metido en una película de terror. Las alamedas parecen ahora un bosque Tim Burton. Veo muy poca gente. Pero camino solo la mayor parte del tiempo. Subo el Paseo del Generalife y vuelvo a detenerme en el Hotel Washington Irving. No veo nada en el interior esta vez por la oscuridad. Decido cercar la Alhambra y me encuentro con un territorio nuevo bajando la Cuesta del Rey Chico y/o Cuesta de los Chinos. Había olivos y un arroyo a la par de la muralla. Sé que de día lo hubiera disfrutado más. Pero, en aquel entonces, siento miedo. Estoy completamente solo. Y habiendo encontrado al fantasma de Washington Irving, podía esperarme cualquier cosa. Pese a tratarse de un fantasma hechizado por el turismo de los ayuntamientos. No quiero perder la cabeza. Literalmente, pues, a lo mejor pasa el jinete de Sleepy Hollow a decapitarme. Mas, por fortuna y desgracia, no encuentro nada. Ni siquiera en la Fuente de los Avellanos (donde presuntamente vivía el Cura y la Doncella) o en la Carrera del Darro (donde se aparecía el Soldado Encantado). Llevo el anillo puesto… ¿qué más me falta? No me entero hasta la siguiente mañana.

La epifanía me vino a las seis de la mañana con el hambre. Me resulta simbólico levantarme justo a esta hora. Con esta necesidad. Una que, irónicamente, no puedo saciar. Eso es lo que me falta. Dejar de comer hasta ver el simbolismo. En honor a Granada, lo nombro la Alhambrienta. Básicamente, ayunar por sentido. El lector pensará que estoy loco por hacer esto. Pero, en mi defensa, lo hacen todas las religiones e iba aplicar la mitad del tiempo de lo que decía la historia. Con lo cual, no soy más que un pagano… medio loco. No obstante después de doce horas en ayunas, decido volverme ateo indefinidamente. ¡Qué infierno! Algo tan básico como la necesidad de comer. No me siento más divino. Sino más animal. Aunque hubo un momento que creo que vi un ángel con forma de pollo asado.

Decido salir un poco antes. A las once de la noche. Como el buen Cura, yo también preparo la comida para después del exorcismo. Un shawarma del tamaño de una alfombra persa. Lo llevo en una bolsa y hago el mismo recorrido que la noche anterior. Esta vez siento mayor gusto en el paseo. Particularmente porque a penas había salido del hostal en todo el día. Sólo para cambiar mi pasaje de vuelta para mañana temprano. ¿Qué hice en ese tiempo? Ver televisión, tomar agua y fumar como un degenerado. No le deseo esto a nadie. Sobre todo en Granada… y sus tapas… sus tapas grandes y suculentas... ¡debo darme prisa!

Camino a paso acelerado por la Cuesta de Gomérez. Cerco la Alhambra por el Paseo del Generalife y la Cuesta de los Chinos. Alamedas, olivos, riachuelos…no hace falta que lo describa otra vez, ¿verdad? ¡Qué hambre! Desciendo hasta la Carrera del Darro y empiezan a aparecer los simbolismos. Pero es tanta mi necesidad de comer, que los desvelo después de devorar el shawarma como un chacal. Desayuno (semánticamente hablando) frente al Puente del Darro sobre el río donde el Soldado Encantado se le apareció al Estudiante por primera vez. Tras acabar, revivo la escena que había visto antes de comer.


Flashback Alhambrienta: Empezó todo en un bar llamado “La Bóveda”. Cerrado al público por algún motivo. Pero realmente significaba que no había tesoro. Y al cabo de un tiempo, vería por qué. El siguiente bar no lo recuerdo por nombre. Pero sí recuerdo que había una fiesta de algún tipo con la peor música que había escuchado en toda mi vida. Una mezcla de reguetón, música retro ochentera y psycho trance. ¡Qué asco me dio! Pero se trataba del Estudiante. Un músico que, en realidad presente, no tenía virtud alguna. Luego me encuentro con una chica de veintitantos con una borrachera al borde de un coma etílico. Quizá lo que más me llamó la atención es que la cargaba un chico que a penas conocía y con quien quería acostarse. No recuerdo exactamente sus palabras (por el hambre y la indiferencia que me suponía) pero balbuceaba “no sé quien eres” y luego le metía la lengua hasta la garganta. ¿La Doncella? En mi caso particular, acabé siendo el Cura que no pudo esperar un momento más para rescatar la virtud. Lo siento, Soldado. Espero que tengas más suerte en 100 años.

Enlaces:

Vídeo Cuesta del Rey Chico: http://www.youtube.com/watch?v=mTXVhuLhRPw

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